Carta Pastoral de Monseñor Gil Tamayo con motivo de la próxima beatificación de Conchita Barrecheguren
Queridos hermanos de la archidiócesis de Granada:
En primer lugar, les reitero mi deseo de una feliz y provechosa Pascua de
Resurrección en este mi primer año entre vosotros y en que vamos a celebrar un
acontecimiento especial para la archidiócesis de Granada: la beatificación de la joven
granadina la venerable sierva de Dios María de la Concepción Barrecheguren, conocida
y llamada popularmente como Conchita.
La santidad se pone así de nuevo en un primer plano de nuestra vida diocesana
como antes ocurrió en los últimos años con otros cristianos granadinos elevados a los
altares, como son nuestros Mártires del siglo XX, Fray Leopoldo de Alpandeire y la
Madre María Emilia Riquelme. Ellos se unen a nuestros santos venerados durante siglos
y gloria de la Iglesia universal: san Cecilio, san Gregorio de Elvira, san Pedro Pascual,
san Juan de Dios, san Juan de la Cruz y san Juan de Ávila, y nos recuerdan algo esencial
en nuestra vida cristiana y que con frecuencia olvidamos en nuestro mundo
secularizado: que todos estamos llamados a la santidad en el seguimiento de Cristo,
pues formamos parte de la Iglesia a la que confesamos santa.
La venerable Conchita se unirá así a nuestros santos elevados al honor de los
altares y se convertirá así para todos los cristianos en un modelo en quien fijarse y en
intercesora a los que encomendarse en el camino de la fe. La Iglesia nunca ha dejado de
invitar a sus hijos a ser santos. Ya en la Escritura se recoge explícitamente la
exhortación de parte de Dios: «Sed santos, porque yo soy Santo» (1 Pe 1, 16; Lv 19, 2;
20, 26; cf. Mt 5, 48). San Pablo exhorta a los tesalonicenses en su primera carta a llevar
una vida santa en la esperanza de la segunda venida de Cristo (4,1-5,28). En este
contexto escribe: «Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (4,3). En el
himno con el que comienza la carta a los Efesios, además de saludar a los cristianos
como “santos”, exclama: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos
ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos
eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables
ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de
su voluntad, a ser sus hijos” (1, 1.3-5). Lo mismo encontramos en otros pasajes del
Nuevo Testamento.
Esta llamada o vocación a la santidad la recordó con fuerza el Concilio Vaticano
II, diciendo: «Todos los fieles cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos
con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno
por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo
Padre» (LG 11). Más recientemente, el año 2018, el Papa Francisco, con cuya autoridad
será proclamada Conchita beata, redactó uno de los más hermosos textos de su
pontificado: la Exhortación Apostólica Gaudete et exultate, precisamente con el mismo
fin: “para que toda la Iglesia se dedique a promover el deseo de la santidad” (GE 177).
Es sobre todo el mencionado Concilio Vaticano II, que en su Constitución Dogmática
sobre la Iglesia Lumen Gentium le dedica íntegramente el capítulo V, el que ha
impulsado y dado fuerza en la Iglesia de nuestro tiempo a la llamada o vocación
universal a la santidad al señalar que “es, pues, completamente claro que todos los
fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana
y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano,
incluso en la sociedad terrena. En el logro de esta perfección empeñen los fieles las
fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus
huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre,
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se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la
santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo
demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos” (LG 40). Ahora bien, no
siempre esta invitación es correctamente comprendida y asumida en consecuencia por
los cristianos, y con frecuencia, por desgracia, está ausente de la predicación y de la
enseñanza catequética, por esto considero que es una oportunidad magnífica para
nosotros, que formamos parte de esta Iglesia bendita de Granada, mirar el ejemplo o
testimonio cercano de nuestra nueva beata para sentirnos movidos a tomarnos en serio
la santidad, en definitiva, el seguimiento de Cristo.
Con esta beatificación, la Santa Iglesia propone a Conchita como modelo de vida
cristiana. Una ejemplaridad, que tiene principalmente estos tres rasgos: su vida
familiar, que genera un espacio de crecimiento humano y cristiano donde brotan los
frutos del Evangelio. Su juventud, vivida desde la fe en Jesucristo y que le lleva a
descubrir su vocación como identificación con la voluntad de Dios. Su enfermedad,
que le ayuda a interpretar la fragilidad de la vida humana y a ofrecerla a Dios junto con
el Señor Jesús en la Cruz y la Eucaristía.
Al mismo tiempo, la beatificación hace posible que recemos juntos a Conchita,
para pedir su intercesión. Que ella haga llegar al Señor nuestras necesidades y las de
tantos enfermos que confían en su ayuda. Que su ejemplo nos permita decir como ella:
“Mi deseo, amar más a Jesús; mi fortaleza, la Eucaristía” (Meditaciones de Conchita,
8).
1. EL FRUTO DE LA SANTIDAD
La santidad es un don de Dios, que se corresponde con una necesidad humana,
que no se conforma con la mediocridad (cf. Gaudete et exsultate, 1). En efecto, los seres
humanos, y solo ellos, desde su nacimiento, viven un proceso que les hace buscar su
realización y abrirse a la posibilidad del más allá. Los cristianos, además, y bajo la
acción del Espíritu Santo recibido en el Bautismo y la Confirmación, descubren que la
santidad consiste en:
Seguir siempre adelante en el camino de Cristo, como lo hicieron aquellos
testigos que pueden recordarse. Personas que no eran perfectas, pero que supieron
sobreponerse a las dificultades y proseguir (cf. GE, 3). El Papa Francisco alude a esta
“santidad de la puerta de al lado” (GE,7). Resulta fácil constatar esa santidad en
Conchita Barrecheguren. He ahí su originalidad y su propuesta de santidad para nuestro
tiempo: vivir el día a día de la fe, en el estado laical y en medio de sus propias tareas y
en las comunes de sus contemporáneos.
Ofrecerse, porque no se vive solo y no se puede prescindir ni de los demás ni de
Dios. Entonces, cabe hacer de la propia vida una donación al Señor, en quien se ha
puesto la confianza. Conchita supo disponer de su vida ante Dios, para tomar decisiones
y aceptar las renuncias que inevitablemente conllevan. Después de ir a visitar los
recuerdos de santa Teresita del Niño Jesús afirmará: “En Lisieux me ofrecí a Dios, para
que hiciera de mí todo lo que Él quisiera. ¡Mira cómo me ha cogido la palabra!” (Diario
espiritual de Conchita, 34).
Sacar lo mejor de uno mismo. De este modo, los santos son belleza de la Iglesia
(cf. GE, 9). Se trata de un empeño personal que permite dejar salir de sí mismo aquella
maravilla que hay en el propio interior. Conchita realizó ese esfuerzo, a pesar de las
dificultades y de su enfermedad: “He de amar a Jesús sobre todas las cosas, no teniendo
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en el mundo otra satisfacción que la de agradarle y darle gusto. Mi amor será un Dios
crucificado” (Meditaciones, 8).
2. UNA LLAMADA PERSONAL
Se trata de una llamada personal, que se recibe en el adentro de la santa Iglesia.
Ella es el lugar donde habita el Espíritu Santo del Señor Resucitado. Se trata de una
experiencia que vive la comunidad cristiana en la oración y que comunica de modo
especial en la celebración de los sacramentos. Esta santidad es la que impulsa a la
práctica de la caridad en favor de los pobres, los enfermos y los pecadores. La
beatificación de Conchita, por tanto, es un signo de la santidad de toda nuestra Iglesia
diocesana de Granada, que a lo largo de los siglos generó muchos frutos de santidad y
que en este momento también los sigue promoviendo. ¡Tenemos tanta gente buena y
santa “de la puerta de al lado” en nuestra diócesis!
Conchita es una mujer de fe, que sabe recorrer el camino de su vida con presteza
y al paso de Dios, sin adormecerse y sin dejar la vida pasar, sino viviéndola con
intensidad. Sus pocos años y su juventud tienen mucha calidad que se deriva,
especialmente, de haber descubierto la iniciativa y voluntad de Dios. Identificarse con
esa iniciativa divina sólo es posible por amor a Jesucristo, pues únicamente el amor
puede unir voluntades. Con razón, escribió Conchita fruto de su profunda vida interior:
“Aquí me tienes, Señor, atraída por tu amor y dolores, y dispuesta a servirte durante mi
vida entera. Dime lo que quieres de mí, que puesto nada me has negado, tampoco yo te
lo negaré” (Via Crucis de Conchita, Estación XI).
3. UNA JOVEN SANTA
La persona de Conchita Barrecheguren, con sus 21 años, es una referencia de vida
cristiana y santa adecuada especialmente para los jóvenes de hoy. De ella y de su
juventud, se puede destacar su capacidad para vivir con los pies en la tierra, sin eludir la
realidad de su momento histórico y abierta al deseo del Cielo. Es mujer de su tiempo,
sin añoranzas desfasadas de un ayer que no vivió; sin conformismo resignado con un
presente que busca imponerse; y distanciándose, hábilmente y con libertad asombrosa,
de supuestos avances que le parecen distracciones de aquello que había descubierto
como esencial para su vida.
En sus pocos años fue capaz de madurar con el auxilio del Espíritu Santo como
persona y cristiana. Ella se siente responsable de su proceso de crecimiento y se
preocupa de evolucionar para llegar a ser adulta, afrontar su enfermedad, superar sus
miedos y responder de sí misma. Sabe ser valiente, impulsiva, ardorosa y, al mismo
tiempo, dulce, paciente y equilibrada. Su madurez juvenil también es precocidad
espiritual que se evidencia en sus escritos y que, ni entonces ni ahora, son propios de
jóvenes de veinte años. Con motivo de su cumpleaños, escribe con humildad: “Hace 17
años que voy caminando rápidamente por la vida. Y en este transcurso de tiempo, ¿qué
he hecho yo para ganar la vida eterna? He vivido como si hubiera sido criada para la
tierra, he buscado siempre mis comodidades y caprichos. Me he olvidado muchas veces
del fin para el que fui criada. Mis acciones, ¿las hacía todas puramente para Dios? ¿Era
Dios el único fin de mis deseos? ¿Me he conformado siempre con su voluntad?” (Diario
espiritual, 80).
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Conchita es, sobre todo, una joven de fe. Llamó la atención como una simple
cristiana, que desde dentro de las realidades seculares resulta portadora y presencia
eficaz del Evangelio. Sabe vivir cotidianamente centrada en la Cruz y en la Eucaristía.
Hoy, cuando surgen dificultades para vivir la fe, Conchita hace una oferta de fe
decidida, confiada y segura. Toda su vida diaria y pública es testimonio coherente con
su vida cristiana Si algo tiene su fe de “veinteañera” es firmeza, estabilidad y
permanencia. ¡Qué gran ejemplo el de Conchita para nuestros jóvenes granadinos! A
ella los encomiendo, así como los frutos espirituales de la próxima Jornada Mundial de
la Juventud en la que muchos de ellos participarán este verano en Lisboa.
Conchita se siente parte de la Iglesia, que se inicia en su propia familia,
verdadera Iglesia doméstica. Siempre agradecerá cuántas cosas le debe a su familia. Hay
en ella una doble ejemplaridad actualmente necesaria: su pertenencia a una familia
cristiana, lugar de búsqueda y colaboración con la voluntad de Dios, y su fe juvenil,
recibida, cultivada y compartida en familia. Esta familia creyente, también es el ámbito
adecuado para la aparición y cuidado de la vocación religiosa y sacerdotal. En
consecuencia, en su familia brotará la vocación de su padre que al quedar viudo se haría
sacerdote y misionero Redentorista: el venerable P. Francisco Barrecheguren.
Precisamente a la Congregación del Santísimo Redentor, a la que tan vinculada ha
estado espiritualmente Conchita y que ha llevado su proceso de beatificación, quiero
agradecer en nombre de la archidiócesis de Granada su trabajo así como su labor
pastoral tan querida entre nosotros. Nuestra gratitud también al enviado papal para la
beatificación el cardenal Marcello Semeraro, prefecto del Dicasterio para las Causas de
los Santos.
4. VOCACIÓN DE CONCHITA
Se trata de esa llamada de Dios, en la que cada uno se construye como persona y
creyente. Desde la fe, supone aceptar la voluntad e iniciativa de Dios para cada uno. En
Conchita causa admiración su opción por Jesucristo. Ella misma dice: “Él es mi vida,
mi tesoro, mi amor. Con él todo lo puedo, pues su gracia me conforta. ¿Qué voy a
temer, si poseo en el alma a mi Señor Jesucristo?” (Meditación del Jueves Santo). Ella
se realiza así: es de Jesús y así firma desde pequeña: de Jesús. En ser de Jesús se
empeñó con una admirable perseverancia.
Conchita descubre que el Señor la quiere en la vida ordinaria de su casa, su
familia, su juventud y, finalmente, en una enfermedad, que interpreta como llamada y
vocación a identificarse con Jesucristo crucificado: “Dios me quiere enferma. A cada
uno le señala su camino en este mundo, y el mío es éste. Estoy en la edad en que Dios
da las vocaciones, y la mía es sufrir” (Diario espiritual, 53).
5. UNA OPORTUNIDAD
Cada etapa de la vida es una oportunidad. También estos momentos que vivimos
lo son. Como signo providencial la Iglesia nos ha regalado la beatificación de Conchita.
En ella se cumplen las palabras del Apóstol San Pablo: “lo débil del mundo lo ha
escogido Dios para humillar lo poderoso” (1 Cor 1, 27b).
En el Decreto que reconoce la heroicidad de las virtudes cristianas de Conchita, se
han recogido las siguientes palabras de santa Teresita de Lisieux: “Quiso crear grandes
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Santos (…) pero también creó pequeños. (…) La perfección consiste en cumplir su
voluntad y en ser lo que Él quiere” (Historia de un alma, 1).
¡Optemos pues por la santidad y propongámosla con valentía y claridad como
camino hacedero en nuestra acción pastoral! Tenemos para ello los medios de siempre,
de los que se han servido en la Iglesia nuestros santos acudiendo a la ayuda divina en
los sacramentos, en la escucha de la Palabra de Dios y la oración, en la vivencia de la
caridad y de la comunión eclesial. Nada necesita más nuestro mundo y la Iglesia que
santos, los que han seguido a Cristo en sus circunstancias de vida concreta. Pero eso sí:
santos alegres que contagien el Evangelio. Santos alegres y de buen humor porque “un
santo triste es un triste santo”. Los santos han sido además los grandes benefactores de
la humanidad. Nada puede hacernos más felices que vivir como Dios nos pide, por eso
como señala el Papa, «cuando sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta
los ojos al Crucificado y dile: “Señor, yo soy un pobrecillo, pero Tú puedes realizar el
milagro de hacerme un poco mejor”» (GE 15). En definitiva, para Francisco, la santidad
no es otra cosa que -como ha sintetizado él mismo- la vivencia de las Bienaventuranzas
y la caridad (cf. GE 65-94; Alocución en el Encuentro con los jóvenes argentinos en la
Catedral de Río de Janeiro, 25/7/2013).
6. SANTA MARÍA, REINA DE TODOS LOS SANTOS
A la par que damos especialmente gracias de todo corazón al Papa Francisco por
decretar la beatificación de Conchita, deseo terminar esta carta tomando prestado y
haciendo mío el final de su mencionada exhortación Gaudete et exultate mirando a
santa María, reina de todos los santos e invocando al Espíritu Santo que obra en
nosotros la santidad: “Quiero que María corone estas reflexiones, porque ella vivió
como nadie las bienaventuranzas de Jesús. Ella es la que se estremecía de gozo en la
presencia de Dios, la que conservaba todo en su corazón y se dejó atravesar por la
espada. Es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la
santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva
en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica.
La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos
demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: «Dios te salve,
María…». Espero que estas páginas sean útiles para que toda la Iglesia se dedique a
promover el deseo de la santidad. Pidamos que el Espíritu Santo infunda en nosotros un
intenso anhelo de ser santos para la mayor gloria de Dios y alentémonos unos a otros en
este intento. Así compartiremos una felicidad que el mundo no nos podrá quitar” (GE
176-177).
Que la nueva beata Conchita Barrecheguren y todos los santos granadinos intercedan por nosotros. Con mi afecto y bendición.
✠ José María Gil Tamayo.
Arzobispo de Granada