CARTA A LUCÍA RUIZ GÓMEZ: EL ROSTRO DE LA ALEGRÍA
“Quien tiene un amigo, tiene un tesoro” reza un viejo refrán castellano. En esta ocasión,
me voy a permitir modificarlo en cuanto al género por la naturaleza de su destinataria y,
con la debida prudencia, me gustaría modificarlo reescribiéndolo como “quien tiene una
amiga, tiene un tesoro”. Y es que, aunque parezca una evidencia, es muy importante esa
palabra que hace grandes a las personas que, en el seno de su corazón, sienten la misma:
amistad, y la razón le otorga el entendimiento para poder comprender su grandeza e
importancia.
Poco después de que llegaran las brumas de otoño del año 2021, es decir, hace un año y
medio tuve la enorme fortuna de conocer a una persona increíble que, por supuesto, no
deja indiferente a quienes tenemos la gran suerte de conocerla, tratarla y, como es mi
caso particular, entablar con ella una sincera y estrecha amistad. Naturalmente, me estoy
refiriendo a la destinataria de esta carta: Lucía Ruiz Gómez.
Ella y yo nos conocimos en una lluviosa tarde de otoño, cuando vino a Caniles, mi villa
natal, para explicar a los cofrades de la hermandad, en particular, y a todo el público
interesado, en general, el proceso de restauración de la Virgen de los Dolores Coronada
y de Nuestro Padre Jesús Nazareno, que son las sagradas imágenes titulares de esta
señera cofradía canilera a la cual me cupo el honor de pregonar en los idus de marzo de
hace una década. Sin lugar a dudas, pude comprobar con total fascinación que me
encontraba ante una enorme restauradora de obras de arte y que, a pesar de su juventud,
su profesionalidad era superlativa. Lucía fue dibujando en mi faz una sonrisa, que
aunque permanecía oculta por la entonces mascarilla obligatoria, era producto de la
plena admiración hacia ella y gratitud por todo aquello que mis sentidos iban
percibiendo. El trabajo realizado, que nos presentaba y sobre el que nos rendía cuentas
públicamente –a través de una conferencia y de una memoria de restauración‒ como es
habitual en este tipo de trabajos, era realmente bueno, plenamente óptimo y venía a
evidenciar su gran solvencia profesional.
A partir de ese momento, Lucía y yo comenzamos a mantener contacto, a pesar de la
distancia kilométrica que nos separa, y gracias a nuestros intereses académicos,
culturales y profesionales comunes, hemos establecido una bonita amistad. Lucía es una
preciosa persona, en todos los sentidos que alguien puede serlo, cuya sonrisa se dibuja
en su rostro como marca de la alegría. Sin lugar a dudas, me siento una persona
bendecida por Dios al haber recibido su amistad como un regalo del Reino de los
Cielos. De igual forma, soy consciente de no ser merecedor de recibir tal don celestial
pero que me ha sido regalado gracias a la generosidad de un ser angelical como es ella.
No quisiera finalizar esta breve epístola sin reconocer públicamente a Lucía el ser tan
celebérrima restauradora, cuya profesionalidad no conoce límites y, por supuesto ‒para
mí es lo más importante de todo‒, agradecerle de manera pública también la bonhomía
que emana de su corazón y la beldad de su alma. “El amigo ama en todo tiempo, pero el
hermano nace para la adversidad.” (Prov 17,17) Me gustaría finalizar esta carta citando
este versículo perteneciente al libro sapiencial bíblico de los Proverbios porque en él se
habla de la amistad y el gran valor que ésta posee para el ser humano. Mi querida Lucía:
¡muchas gracias! por ser tan buena persona y amiga como eres.
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Fdo: Juan A. Díaz Sánchez